El ambiente olía a un verano más fresco de lo habitual pero ella está igual que siempre, sentada delante de un cuaderno escribiendo cosas incongruentes para no sentirse tan sola.
Se levanta, da una vuelta
por su casa, está vacía, ella intenta abrir la boca para decir algo pero se
detiene porque piensa «¿para qué?». Hace tiempo que ya no se acuerda de cómo
suena su voz, cuando sale a la calle la escucha pero no es la misma, no le
pertenece. Vuelve a sentarse y sigue escribiendo durante días.
Cuando por fin sale un
rayo de sol decide darse un descanso y salir de casa, quiere comprobar si deja
de sentirse sola. No sucede. Al volver, relee lo que ha escrito y se da cuenta
de que es fantástico y de que alguien más querría leerlo.
Emocionada, busca en Google dónde podría enviarlo y encuentra millones de opciones, crea un correo, adjunta el archivo y en el preciso instante de darle la botón de «Enviar» moja el teclado con una lágrima.
Las lágrimas le saben a
la sal de donde procede y cada una de ellas le trae un recuerdo. No todos son
malos pero de casi todos se arrepiente. Comienza a tener un diálogo consigo
misma:
─ A nadie le interesará.
─ Subo la apuesta, a
nadie le interesaré.
─ Esa es una estúpida
pelea en la que llevas enzarzada demasiados años y que ahora mismo no nos
incumbe.
─ Claro que nos incumbe.
Sabré yo si me incumbe…
─ ¿Hasta cuándo tienes
pensado no decir una palabra? ¿No vas a recoger nunca la toalla que tiraste
hace años? Déjate de historias y admite la realidad, te encanta sentirte mal,
sentirte engañada, maltratada, frustrada, no sabes estar bien porque entonces
dejarás de sentirte especial. Eres el ser más pesado que he conocido nunca.
El diálogo se convirtió
en bronca y la bronca terminó con las lágrimas.
Se levanta, camina
errante por esa casa vacía que es incapaz de llenar con recuerdos nuevos. No
sabe qué pasa, no sabe qué le pasa.
Se sienta, otra vez.
Cierra el correo, prefiere perder el tiempo así no pensara en ello. Mientras
ríe y solloza con gente alborotando de fondo le sube un impulso por las piernas
y abre el correo, lo envía. Silencio.
No llora, pero no está
tranquila.
─ Eres una estúpida ─se
dice.
─ Y muy pesada ─se
contesta.
Apaga el ordenador y se
mete en la cama. Nunca vuelve a abrir el correo, la vergüenza le puede y,
además, sigue prefiriendo pensar que la vida la trata mal para tener una excusa
por la que llorar.
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